Cuba, Ucrania, y la biografía del Caribe en el mar Negro
“En América –decía el filósofo alemán Jorge Guillermo Federico Hegel- hasta los pájaros cantan mal”. En la América que ellos poblaron, los europeos vieron una recreación de su propio genio creador, indefectiblemente de segundo orden, dado que la cultura del Viejo Mundo trabajó contra reloj, con poco tiempo, con apresuramiento, para dotar de civilización al Nuevo. Y dada la mediocre calidad humana que aun en Madrid reconocían en los conquistadores: el extremeño cruel Hernán Cortés que haría una Nueva España del México azteca, su pariente el extremeño codicioso Pizarro que haría Nueva Castilla del Perú inca. No fueron menos severos en Londres o París con Washington o Filadelfia. Los EEUU eran a Inglaterra lo que Roma había sido a Grecia, lo que el yeso al mármol, lo que el poder a la verdad; del cuáquero Benjamín Franklin, que estampa su verde sonrisa en el billete de 100 dólares, el de más alta denominación, decía el escritor judío francés André Maurois que “era una mezcla de Voltaire o Sancho Panza”, un intelectual ilustrado con el sentido práctico de un villano escudero que cabalga en burro. En la América que despoblaron de indios y repoblaron de africanos, algunos europeos vieron, de Eldorado a Trapalanda, de Macondo a Triste-le-Roy, una irrealidad legendaria o novelesca, deleitosa pero ajena, primitivas narrativas de amazónicos bororo o posmodernos relatos borgesianos de las que extraían moralejas particulares, lecciones para los desposeídos, o filosofías universales. Para el fango, o para la estrellas: Europa no tenía qué aprender, indemne, y olvidadiza de colonialismos.
Por cierto, Europa vio y no vio muchas otras cosas en América. Y ‘Europa’ es una simplificación brutal. Pero si de algo no se puede acusar a una simplificación es de ser simplificadora. En todo caso, estas semanas han exhibido espectacularmente la fortaleza, aunque no la juventud, de una convicción añeja: Eurasia es originaria. Y un corolario negativo: nada puede haber ocurrido antes en América que anticipe una situación europea.
Para el debate ucraniano que desde hace dos meses y medio anima a Occidente, con creciente repicar y trepidar de rascacielos y campanarios, hay un término de comparación americano flagrante. Pero si no ha cumplido el que parecía destino manifiesto de volverse cliché o lugar común, no podemos pensar sin embargo que haya sido preservado por ninguna elegante repugnancia de Joe Biden ante la redundancia o la obviedad. En su conciencia y estructura, en su configuración y dinámica, la altanera discusión de abogados y fiscales de Ucrania, que le dan o le niegan el derecho absoluto a disponer de su territorio y a elegir una prístina redefinición geopolítica (sin dejar hablar mucho a su defendido o querellado), evoca una encrucijada americana de medio siglo atrás. Este disputar qué armas sí puede comprar Ucrania, y cuáles no se le pueden vender (ni proveer) de ningún modo, qué amigos puede tener y cuáles jamás, qué amigovios son para toda la vida y a cuáles ha de renunciar aun antes de amar ni una sola vez, recuerda la crisis cubana de los misiles de 1962.
No es que falten estos días menciones a aquella crisis, no es que se evite la comparación. Pero es ante todo para enfatizar la gravedad del presente hallando el incidente de máxima peligrosidad explosiva en la Guerra Fría, como lo hace, con la bien focalizada agudeza que lo caracteriza, Roberto Abdenur, ex embajador de Brasil en EEUU y asesor del Centro Brasileño de Relaciones Internacionales (Cebri). Precisamente, están los antiguos protagonistas, algunos con los mismos nombres (EEUU -con un presidente demócrata y católico en la Casa Blanca-, la OTAN, Gran Bretaña –libre de la UE entonces como ahora tras el Brexit-), otros transfigurados (Rusia en lugar de la URSS, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva en lugar del Pacto de Varsovia). Hay dos Estados muy jóvenes, la Cuba castrista nacida en 1958, la Ucrania capitalista nacida en 1991, cuyas costas rodean o bañan los dos mares de entrecasa, lagos salados de veraneos clasemedieros, de dos potencias atómicas simétricas y antagónicas, el Caribe y el Negro.
En la crisis ucraniana están los antagonistas de la crisis de los misiles, de cuando la Guerra Fría estaba caliente: Rusia y EEUU disputando la militarización de dos países nuevos, Cuba y Ucrania, a orillas de sus mares de entrecasa, el Caribe y el Negro.
El 3 de diciembre el oficialista Washington Post publicó la primicia de una invasión rusa inminente, basada en imágenes aéreas de campamentos y tiendas de campaña rusas en suelo ruso y otras lodosas gemas fotográficas facilitadas por la inteligencia de EEUU. Las mismas agencias también descifraron, para beneficio del periodismo, esos documentos gráficamente anodinos, que sin esa iluminación secreta poco significarían para el ojo desnudo aunque no para el avezado. Así, el Post pudo titular que el Kremlin (es decir, Vladimir Putin) movilizaría 175 mil efectivos, un número que después fue rebajado, para cruzar el límite y ocupar Ucrania. No sabemos, dice el semanario británico The Economist, si Rusia invadirá Ucrania, pero sí sabemos más allá de toda duda razonable que hoy la musculatura de la Alianza Atlántica luce más arrogante que dos meses y medio atrás, y que esta crisis fue un tratamiento gerontológico por demás eficaz. Las personas mayores, decía el psicólogo anglo-húngaro Michael Bálint, no sufren tanto por necesitar de nosotros: sufren más porque no las necesitamos. La OTAN ha recuperado relevancia: Occidente y la democracia la necesitan, para defenderse de los tanques rusos. El viernes, el presidente Biden insistía desde la casa Blanca de que estaba convencido de que la invasión era inminente –conserva sin desfallecimiento su convicción- y añadía un dato: Rusia va a empezar por la capital ucraniana de Kiev, ese es su objetivo primordial.
No es Ucrania en la OTAN lo que inquieta a Rusia: es a la presencia de la OTAN en Ucrania a lo que se opone Moscú. En el verano de 2021, la Alianza Atlántica intensificó sus ejercicios y maniobras militares en suelo ucraniano. Biden parece cerrar los ojos (adrede) sobre el uso de drones por el gobierno central de Kiev contra la región separatista pro-rusa oriental de Donetsk, opina el Kremlin. Y el uso de armas aéreas está prohibido expresamente en el conflicto interno ucraniano por los acuerdos de Minsk, que Kiev firmó en 2015. Y el efecto letal del uso de drones en una escalada ofensiva quedó demostrado en la guerra de 2020 entre Armenia y Azerbaiyán (que usó drones contra el aliado de Rusia). Según escribió Simon Jenkins en The Guardian, el mal trato ofensivo de la OTAN con Rusia incitaba a una respuesta militar airada: cualquier asombro presente revela la falsía atlantista, o una imprevisión culpable.
Quien llevó a su culminación la comparación de la crisis ucraniana con la cubana fue Miguel Bas, exdirector de la agencia Sputnik en español, en diálogo en CNN con Andrés Oppenheimer. ¿No era Cuba un país independiente? ¿No lo era la URSS? ¿No tenía derecho Cuba a elegir sus alianzas, a disponer de su suelo, a defenderse con las mejores armas -misiles soviéticos, en este caso- que sus aliados quisieran ubicar en territorio soberano de su Estado? Pero la cuestión no era el derecho de la joven Cuba. La discusión entre John F. Kennedy y Nikita Khrushchev fue muy otra: sencillamente, la presencia de esos misiles en la isla caribeña estaba en contra del interés estratégico de EEUU, que estaba dispuesto a usar la fuerza para quitarlos de allí. No sin realismo, Peter Beinart pide el reconocimiento internacional de facto de que Ucrania será un estado tapón. No es seguro que esta perspectiva disguste tanto al gobierno de Kiev como al de Washington. Buffer states fueron Bélgica o el Uruguay, creados por una diplomacia imperialista, la británica, menos ciega que la norteamericana. Sería un destino más próspero, menos empecinado que el que eligieron para Cuba, que no pudo torcer a la suerte.