El Canal de la Mona, el peligroso pasaje del Caribe en el que cada año mueren decenas de migrantes tratando de llegar a EE.UU.
Lejos de tierra firme, cuando sus ojos «solo veían cielo y agua», se arrepintió de emprender la travesía. Irisbel Herrera pensó que iba a morir en aquel bote de madera azotado por las olas.
Han pasado casi dos décadas, pero la mujer aún recuerda con lucidez lo que vivió cuando cruzó el Canal de la Mona, un pequeño estrecho de mar que separa a la República Dominicana de Puerto Rico.
«El viaje fue angustioso. Fue algo desesperante. Pensaba: ‘Dios mío, qué hice. Salí para ayudar a mi familia y quizás no los vuelva a ver jamás'», dice desde la sala de su casa en Río Piedras, un barrio de San Juan, la capital borincana.
Tiene 40 años y es de nacionalidad dominicana. Es una de las miles de personas que, para llegar al territorio estadounidense, han atravesado de forma irregular el pasaje que se extiende unos 112 kilómetros.
Las cifras nunca serán exactas, por lo complicado que es para las autoridades interceptar los viajes. Pero las historias que sí son públicas suelen ser desgarradoras.
El 12 de mayo, por ejemplo, zozobró una barcaza en la que viajaban unos 75 migrantes. La Guardia Costera de EE.UU. rescató a 38 personas con vida y 11 cadáveres.
Todas las personas fallecidas eran mujeres de nacionalidad haitiana.
Quienes sobreviven, como Irisbel, quedan marcados para siempre por el peligroso trayecto.
Y es que aun para los navegantes más experimentados, el Canal de la Mona, con sus particularidades, resulta un tramo de extremo peligro.
«Es peligroso. Es donde se unen el Océano Atlántico y el Mar Caribe y tienes una interacción de corrientes», dice Gregory Magee, un capitán de la Guardia Costera de EE.UU. que dirige la oficina de esa rama militar en Puerto Rico.
Lo asegura porque él también ha recorrido el canal, aunque con embarcaciones de primer orden y equipos tecnológicos especializados.
El Canal de la Mona (desde los ojos de Irisbel)
Cuando Irisbel decidió cruzar el Canal de la Mona tenía 21 años. Vivía en Higüey, un municipio en el este de República Dominicana, cerca de la turística ciudad de Punta Cana.
Era 2001 y ella, una madre soltera con dos hijos, trabajaba en una fábrica de costura.
Su salario mensual, 2.000 pesos dominicanos (US$40), se escurría entre sus manos como agua: pañales, comida, renta…
«Mi vida era bien difícil», afirma. «Entonces surgió una oportunidad. Un muchacho del barrio me dice: ‘vamos para Puerto Rico'».
Consiguió 6.000 pesos dominicanos prestados (el salario de tres meses), cifra que, para aquel momento, «representaba un mundo», dice.
Luego de reunir el dinero, llegó hasta Cabeza de Toro, una zona boscosa (también al este de dominicana). Desde allí zarparía junto con su hermana en una yola (bote de madera) hacia Puerto Rico.
«Para empezar, no era como que la yola estaba cerca [de la orilla] y te subías. Teníamos que tirarnos desde un precipicio de unos cuatro pisos sobre el mar, nadar y entonces subirte a la yola», cuenta.
«Cuando yo me tiré, apareció la Marina [de República Dominicana]. Arrestaron a mi hermana y desde arriba me tirotearon. Yo me agarré de la cola del barco, no me despegué nunca. Perdí tres uñas. Luego, los pocos que había en el bote me ayudaron a subir», sostiene.
El barco estaba «hecho a mano», con su madera pintada de azul y blanco, y dos motores. Otras 11 personas también cruzaron.
Una vez en el canal, cuenta, el viento golpeaba con fuerza. «Las olas subían y bajaban, y hacían caer la yola».
«Viene agua de todos lados, si no se vira la yola es porque la embarcación es buena».
La parte más difícil del trayecto, que duró un día y medio, fue cuando se acercaron a la isla Desecheo, un cayo al norte del Canal de la Mona, ubicado 21 km al oeste de Puerto Rico.
Una vez en el canal, cuenta, el viento golpeaba con fuerza. «Las olas subían y bajaban, y hacían caer la yola».
«Viene agua de todos lados, si no se vira la yola es porque la embarcación es buena».
La parte más difícil del trayecto, que duró un día y medio, fue cuando se acercaron a la isla Desecheo, un cayo al norte del Canal de la Mona, ubicado 21 km al oeste de Puerto Rico.
Es justo ahí uno de los puntos en donde confluyen las aguas del mar Caribe y el océano Atlántico. En esta zona murieron las 11 migrantes haitianas a principios de mayo de este año.
«Cuando ves las luces de Puerto Rico, aún te falta cruzar Desecheo», afirma Irisbel durante una videollamada con BBC Mundo. «[En esta área] no sabes para dónde va a coger la yola. Ahí todo el mundo entra en pánico. La mayoría de los viajes se pierden en Desecheo».
Justó allí el agua comenzó a entrar en la embarcación. «Sientes que es el último adiós», asegura.
La yola llegó a la orilla porque todos hicieron un esfuerzo tremendo para sacar el agua mientras recorrían el último tramo. Cuando Irisbel desembarcó, el canal le mostró nuevamente cuán traicionero puede ser.
«Me bajé por el frente de la yola, y una ola la golpeó, y la yola me pasó por encima. Las hélices del motor me cortaron».
Nadó ensangrentada y llegó a tierra firme casi inconsciente.
Los peligros
Los vientos alisios, las corrientes, la falta de equipo y el desconocimiento sobre navegación hacen que el Canal de la Mona sea un lugar «impredecible» para los migrantes, afirma el capitán Gregory Magee.
«Algunos migrantes, mientras están navegando, pueden mirar y decir: ‘bueno, está tranquilo en este momento’. Pero no saben si va a cambiar o si en realidad podría estar difícil en alta mar. No pueden ver eso hasta que realmente están expuestos», explica.
A esto se suman múltiples factores, como viajar sin chalecos salvavidas, radares o teléfonos celulares. También es un factor la sobrecarga de las débiles yolas, que aveces transportan a decenas de personas.
«Algunos contrabandistas de personas están más preocupados por evitar a las autoridades que por tomar rutas seguras», sostiene Magee.
Además de las características del canal, las personas que se lanzan en esta travesía sufren de muchos otros peligros, dice, por su parte, Romelinda Grullón, directora del Centro de la Mujer Dominicana en Puerto Rico.
La organización que dirige, que ofrece ayuda legal y psicológica a los migrantes, sobre todo a mujeres, ha atendido decenas de casos de personas que han sido abusados física y sexualmente durante el trayecto.
También a quienes quedan traumados por la ansiedad y estrés que les causa el viaje.
«Muchas de esas mujeres esperan en los campos antes de tomar una embarcación. Dentro de ese lapso de tiempo, que pueden ser varios días, algunas son violadas. Y cuando están en la embarcación, mientras más días pasan en alta mar, tienen más probabilidades de ser abusadas», señala Grullón, cuya entidad lleva 19 años ofreciendo servicios en Puerto Rico.
Hay quienes también han visto, agrega, cómo algunas personas son lanzadas por la borda mientras recorren el canal, por razones tan diversas como estar nerviosas en altamar o porque «les llegó su menstruación».
Estas dificultades no han hecho que los migrantes desistan de realizar el viaje. Durante la pandemia se registró un aumento en la cantidad de personas que cruzaron el canal.
De acuerdo con la Guardia Costera, en 2020 llegaron a Puerto Rico a través del pasaje 1.122 personas, mientras que en 2019 la cifra fue de 1.041.
En 2021 el número se redujo a 707. Las nacionalidades más comunes son dominicanos y haitianos, pero también hubo venezolanos, cubanos, turcos y brasileños.
Un trauma después del trauma
Muchos migrantes ven sus sueños desvanecerse cuando tocan tierra estadounidense, continúa Romelinda Grullón.
Mientras enfrentan la burocracia gubernamental para conseguir un estatus permanente, deben trabajar de forma irregular, muchas veces en condiciones inseguras, por poca paga y sin prestaciones sociales.
También enfrentan discriminación y son, una vez más, propensos a abusos que temen denunciar por miedo a ser deportados.
Irisbel, luego de llegar ensangrentada a una playa de Aguadilla, un municipio al oeste de Puerto Rico, comenzó a trabajar de forma irregular, de ordinario en restaurantes, para enviar dinero a los dos hijos que había dejado en República Dominicana.
En el territorio estadounidense, afirma, sufrió abuso sexual y físico por parte de una pareja, con quien tuvo un tercer hijo.
«Me amenazaba para que no trabajara, algo que yo hacía por mis hijos. Me decía que si lo hacía, me enviaría a inmigración al trabajo», cuenta Irisbel, quien no esconde las lágrimas mientras habla.
En el Centro de la Mujer Dominicana recibió ayuda psicológica para trabajar sus traumas. Recibió también apoyo legal y recién en 2021 logró su residencia permanente.
Mientras gestionaba sus documentos migratorios, uno de sus hijos en República Dominicana falleció y no pudo asistir a su funeral. Ahora su meta es lograr que la hija que le queda en ese país se mude a Puerto Rico.
Pese a la necesidad y las dificultades económicas, subirse a una yola y cruzar el Canal de la Mona «es algo que no se lo aconsejo a nadie», dice convencida.